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Alimentación sustentable para una crisis hídrica

Por Juan Corrales

La estrecha faja de tierra que separa el océano Pacífico de la cordillera de los Andes posee un exquisito, diverso y distintivo territorio, que une a lo largo de 4.300 kms el desierto más árido del mundo y a su vez, reservas de agua dulce tan prístinas como mágicas. La tierra trabajada y cultivada provee desde mangos, papayas, sandías, tunas hasta berries, piñones y otras maravillas. Pero así como un órgano maltrecho, sin cuidado ni respeto, la tierra se agota, no tiene fuerza para contenerse y se desliza empobrecida al mar, a esperar un nuevo y largo ciclo.

Este largo ciclo claramente nos incluye, implica nuestra presencia a ratos desagradable y pocas veces consciente. Somos responsables del ecocidio y la transformación de todo el medioambiente, por tanto es nuestro problema (y no de Dios, el destino o Gaia), y es preciso decidir y actuar, transformar lo inmediato, mitigar los efectos y adaptarse a lo inevitable.

Crisis hídrica y agroindustria, una relación íntima y destructiva.

Derecho a la vida: para tod@s, TODO!

Sin duda los problemas en torno al agua, su excesivo uso y ahora su escasez han sido resentidas por una gran cantidad de personas, cada vez más. Olvidamos su vitalidad, que sin ella, sin su presencia se acaba la existencia. Ya no habrá verdes, ni rojos ni azules que mirar; germinar y brotar serán palabras tan extrañas y distantes que quedarán sin uso, como un sueño.

Lo que no visualizamos aún es que sin agua no hay comida, al menos, no para todas y todos. Es común oír a las personas decir „no me gusta el agua, prefiero una bebida (gaseosa)“, o buscar saciar la sed con cervezas, helados o isotónicas; para todo eso y más el agua es fundamental.

Un desafío importantísimo que acarrea la falta de agua es la producción de alimentos y ante lo inminente del cambio, y coincidente con el llamado tardío de instituciones como la FAO (con un desconocido interés), la adaptación de nuestra dieta es fundamental. El cambio cultural es complejo: tenemos una tierra insuperable, mucha agua y biodiversidad, por lo que cuesta pensar en una escasez tan severa y repentina. Se acabarán las sandías de Paine en el verano, el tomate limachino y el melón con vino; bienvenidos serán turrones de insectos, panes enriquecidos, batidos de cactus y suculentas. ¡No se asusten! Basta mirar un poco al norte hasta el río Bravo y conocer la herencia prehispánica de la cultura culinaria de México.

Pitayas, tunas y copaos, distintos frutos de cactus.
Chapulines (saltamontes)

No es momento de ser obtus@, tampoco de ser „maños@“ o siútic@s y pensar individualmente „yo no comeré eso nunca“. Esta comida puede llegar a ser realmente apetitosa, aunque visualmente poco atractiva, y tremendamente beneficiosa dado sus niveles concentrados de nutrientes diversos. Ricos en aceites Omega, aminoácidos, proteínas, sales minerales, antioxidantes y regenerativos del sistema digestivo, nervioso y oseo-muscular, estos alimentos se presentan como alternativa actual ante el inminente cambio adaptativo; pero también, como efectivos mitigadores del cambio actual siendo muy razonable su uso. En un mundo así caben tod@s.

Champiñones
Kollofe (cochayuyo)

El fallecido intelectual Zigmunt Bauman (1998) en su libro „Trabajo, consumo y nuevos pobres“ plantea de forma categórica y tristemente cierta que „la sociedad ha decidido ser menos que la suma de sus partes“, queriendo decir que no sólo se ha desistido de „integrar“ a l@s inadaptad@s de siempre, sino que, se está negando el derecho legítimo a una creciente mayoría de personas de acceder a los beneficios colectivos de la sociedad actual; tener un lugar en el mundo implica por fuerza mayor o elección consciente reconstruir un nuevo mundo. Junto con los cambios medioambientales, esta nueva cuestión social agudizará los conflictos en torno al agua y los alimentos, estableciendo un ambiente de „guerra“ sin contrincantes, y de desabastecimiento sin saqueadores.

He aquí una nuevas interrogantes, ¿Cómo se alimentarán las nuevas generaciones? ¿Dónde quedará la comensalidad en medio de estas transformaciones, como espacio donde se cultivan los vínculos y se crean las comunidades? ¿Qué alimentos nos ayudarán a sobrevivir nuestra propia intoxicación?

Huerta, cocina y comedor: Alimentando la revolución

Newen Karu Huerta Orgánica, Valparaíso 2018

Trabajar la tierra es un acto de recuperación. Vuelve la humanidad, los sentidos se despiertan y enriquecen; se siente seguro sin seguridad. Contrario a esta experiencia sobre capas de basura y asfalto las ciudades olvidan sobre quién están posando sus „desarrollos“ y „crecimientos“. Por ello el florecimiento de huertas, parques y eco-escuelas, son espacios de suma importancia para la reconstrucción del tejido social dañado que parten de una base ecológica sustentable, soberana y transformadora. Una respuesta similar fueron las ollas comunes, comedores y talleres de la década de 1980 en plena instauración del neoliberalismo, y que protagonizaron mujeres como Rosa Quintanilla liderando movimientos vitales para la sobrevivencia del mundo popular; aquí se trató de un contexto de sobrevivencia distinta a la que se enfrenta hoy, que es sin duda de mayor magnitud.

La olla común en un comienzo fue algo difícil de digerir por las condiciones de extrema pobreza en la que muchas familias estaban, a las que se sumaban cada día más cesantes, niñ@s, ancian@s y mujeres. Con el paso del tiempo las ollas pasaban a ser comedores, y luego talleres de trabajo autogestionado; el campo llega a la ciudad por medio de huertas comunitarias que servían de sostén mìnimo para grupos de familias. Las crisis en estos casos develan lo mejor y lo peor del ser humano.

Movimientos y soberanías

Luego del incendio del 2014 en Valparaíso una ola de participación y organización demandó autonomía y soberanía para actuar durante la emergencia de la catástrofe, articulando más cantidad y con mayor efectividad los recursos materiales y la ayuda voluntaria proveniente de todos lados, mejor que el propio Estado y otras instituciones. Y no faltaron ollas comunes, comedores, redes de abastecimiento y recuperación de alimentos, almuerzos solidarios y cuánto diera el imaginario popular.

Taller de cocina intercultural, Valparaíso 2018

Pasan cosas cuando se trabaja la tierra, se cocina y comemos junt@s; y podemos hacer que esas cosas que pasan tengan mayor sentido, más profundidad. En la batalla por no olvidar la memoria es el arma de doble filo; nos identificamos con los recuerdos pero que son maleables y se distorsionan con el tiempo. La estimulación de los sentidos, el vínculo entre humanos y la naturaleza, la belleza, el placer y la dicha pueden sellar valores únicos, derribar prejuicios dolorosos y remecer hasta la más cerrada de las mentes. Son un „cóctel“ de revolución, una receta para recuperarse a sí mismo.

Ante los cambios que se avecinan y experimentando las transformaciones que hoy ya se viven queda en evidencia que es preciso reorganizar nuestras prioridades socialmente aceptadas y cómodas por lo demás, revalorizar lo esencial y aplicar justicia de un „para tod@s todo“.

Mirar, pensar, saborear, descubrir, compartir, jugar y reír. Efectos de un alimento multidimensional. Encuentro de Educadores Populares UPLA, 2018.

Gastropolítica: cuando somos lo que comemos ¡y más!

Lévi-Strauss (1968) señala que la alimentación es un lenguaje (añadiríamos también un territorio) y que el paso de lo crudo a lo cocido marca el surgimiento de la cultura (humana). El triángulo culinario entre lo crudo, cocido y podrido (o fermentado) es el primer cuerpo de la cocina, siendo el uso y combinación de estos estados y técnicas un primer acercamiento a la cultura que aloja esta cocina; se deja entrever una estructura que se reproduce junto a sus contradicciones.

En Chile la cultura culinaria es reflejo inequívoco de nuestra sociedad segregada, precarizada y colapsada. Hace no muchas décadas atrás la alimentación de las clases sociales más empobrecidas marcó la pauta de las políticas públicas de alimentación; los problemas de desnutrición y mortalidad infantil estuvieron muy presentes hasta inicios de la década de 1990. Hacía falta más trigo, leche de vaca y productos cárnicos; el mundo popular en cambio siempre tuvo legumbres, papás y „berros o montes“ (referencia campesina a plantas comestibles silvestres de los que actualmente se sabe científicamente sobre sus altos valores nutricionales). Siempre „ajoso“, „cebolloso“ y „picantoso“ la identidad popular además de su sencillez y picardía, era rebelde y autónoma gracias a la tierra, el agua y el sol. La pérdida de una cultura culinaria se reconoce entonces como Gastroanomia (Fischler, 1995), entendiendo esta como la pérdida de nuestra soberanía alimentaria, sin saber qué comemos y por tanto, sin saber quiénes somos ni hacia dónde vamos.

Cocinera mapuche compartiendo sus saberes y sabores. PCdV Ex-cárcel, Valparaíso 2018

El mercado puso a la comida de moda y el mundo popular es despojado de su propio conocimiento. Cada vez se vuelve más escaso y/o caro consumir legumbres (lentejas, porotos, arverjas); cereales (trigo negro, mijo, centeno); semillas (chía, sésamo, linaza); fermentados (chucrut, masa madre, cerveza, kombucha); papas y maíces; y hasta preparaciones crudas y anteriormente despreciadas como el ceviche o los causeos. La elitización de la alimentación es un fenómeno que acompaña a otros procesos actuales, como la gentrificación, y cuya función es más „clara que echarle agua“: no tod@s están incluid@s en este proyecto de sociedad.

Por eso la Gastropolítica es un proyecto transversal para los intereses humanos al igual que la soberanía alimentaria, donde quepan tod@s, con las sabias palabras de una cocinera „donde come uno, comen dos, tres y más“